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El bosque hermano

 

Mauricio Meléndez Obando

 

Esta sección pretende dar un vistazo a los bosques hermanos, algunos muy cercanos y con los que nos unen lazos inmediatos y también raíces muy antiguas, como Nicaragua y Panamá, pero también a otros no tan cercanos geográficamente, pero no por ello más lejanos, como Guatemala, México o la misma España.

Son bosques llenos de árboles genealógicos centenarios cuyas raíces a menudo se entrelazan; otras tantas veces han crecido separadamente hasta que, finalmente, en tiempos recientes, entrelazan sus copas y generan una sombra más densa.

En la historia de la humanidad siempre ha prevalecido la mezcla, y qué mejor síntesis que América (y no me refiero a Estados Unidos), donde los españoles, los amerindios y los africanos se mezclaron –a menudo en procesos violentos pero algunas veces no ajenos al amor–, una y otra vez, –y todavía hoy, una y otra vez– hasta llegar a nosotros; por supuesto, en el devenir histórico, se han sembrado nuevos árboles genealógicos (portugueses, franceses, alemanes, ingleses, suecos, chinos, etc., etc.), algunos tan frondosos como los criollos y otros que, aunque casi todas sus ramas se han extinguido, han dejado profunda huella en la historia nacional.

Y aquellos lugares con menos mezcla biológica, no son inmunes al “metizaje” cultural, desde distintas áreas, como la política, las artes, las letras, la cocina, la religión, la música y todas las demás manifestaciones culturales.

El gran ideal de Bolívar y Martí, para todo el continente, o de Morazán, para Centroamérica, tiene un sustento histórico-genealógico innegable de historia y orígenes compartidos, aunque sí olvidados por la mayoría… y a veces conocidos pero rechazados por prejuicios nacionalistas esnobistas.

 Desde antes de la llegada de los europeos a América, miles de indígenas en todo el continente habían salido de un mismo tronco, y tras el arribo de los españoles y los esclavos africanos, se insertaron –se injertaron, si usamos un término más a tono con esta introducción– nuevas ramas al árbol.

La saga de las primeras personas que llegaron a América está marcada por el éxodo desde las planicies de Asia Central, hace por lo menos 20.000 años, hacia un continente que ellos sí descubrieron y que miles de años después fue bautizado como América. Los análisis genéticos nos dicen que la mayoría de los grupos amerindios están emparentados y su grado de parentesco lo determina el periodo de arribo de sus antepasados.

Su contribución genética es innegable, pues está en cada uno de nosotros; su herencia cultural está en la mezcla cultural que nos caracteriza y, además, también sigue viva en cientos de culturas indígenas de América; aunque ciertamente los españoles realizaron ingentes esfuerzos por eliminar todas las manifestaciones “paganas” (y en muchas casos con éxito: solo hay que recordar la quema de los códices mayas que llevó a cabo fray Diego de Landa, quien privó al mundo occidental del conocimiento milenario que encerraban aquellos).

Luego de la llegada de los conquistadores españoles y portugueses también es posible rastrear familias que están presentes desde México hasta Suramérica (Arias Dávila y Vázquez de Coronado, entre otras), desde México hasta Costa Rica (Alvarado, por ejemplo) o en toda Centroamérica (como los Cerrato).

Es cierto que las fronteras son creadas por los hombres, todos deberíamos sentirnos –como dicen algunos– “ciudadanos del mundo”, porque ya los genetistas han confirmado que todos compartimos el mismo material genético, aunque luzcamos algo diferentes y nos comportemos algo distinto, según el lugar donde nacimos y vivimos.

 En un mundo ideal, pero posible, la frase de Mahatma Gandhi nos haría ver muy diferentes:

“Para una persona no violenta, todo el mundo es su familia”.

Y paradójicamente, hasta para los violentos, todo el mundo es su familia… ¡quiéralo o no!

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